
Un granjero pobre, después de visitar a su hijo, regresaba a su hogar llevando en la cintura las trescientas monedas que había recibido de él. Mientras cruzaba un paso de montaña, llegó a una gran roca y decidió descansar allí un rato. Después de un tiempo, reanudó su viaje, solo para darse cuenta de que su cintura se sentía extrañamente liviana: había dejado atrás la bolsa de dinero que había aflojado mientras descansaba en la roca. Presa del pánico, regresó apresuradamente y encontró a un anciano de pie allí, sosteniendo la bolsa. El anciano dijo: “Si lo tomaba, quien lo perdió habría quedado devastado. Pero si lo dejaba aquí, alguien más habría podido reclamarlo, así que decidí protegerlo”. Abrumado por la gratitud, el granjero hizo una profunda reverencia, casi tocando el suelo con la cabeza, antes de continuar rápidamente su camino. No mucho después, se juntaron nubes oscuras y empezó a llover a cántaros. Cuando el granjero llegó a un río, vio a un joven que luchaba contra la corriente y era arrastrado. Sorprendido, el granjero se volvió hacia los espectadores vacilantes y gritó: “¡Quien salve a ese joven será recompensado con trescientas monedas!”. Ante sus palabras, varios hombres fuertes saltaron al río y pusieron al joven a salvo. Agradecido de estar vivo, el joven invitó algranjero a su casa. Sin embargo, cuando el granjero entró, se sorprendió al ver un rostro familiar: el amable anciano que le había devuelto la bolsa de dinero era el padre del joven.
Este conmovedor cuento popular coreano transmite una lección atemporal: la bondad mostrada a los demás siempre encuentra su camino de regreso.
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