“Una manzana es roja y redonda. Un plátano es amarillo y largo”.
Los neurocientífi cos explican que el cerebro humano percibe los objetos comparándolos con otros. Este proceso nos ayuda a reconocer similitudes y diferencias. Incluso al elegir una bebida, comparamos el sabor, el precio, la marca y el envase para tomar una mejor decisión.
Sin embargo, a menudo colocamos no solo los objetos, sino incluso a los seres humanos con dignidad inherente, en una escala invisible de comparación. Nos medimos comparando personalidad, apariencia, riqueza, habilidades y antecedentes familiares con los de otros. Hasta nuestros seres queridos se convierten en sujetos de comparación: “El hijo de nuestro vecino ya intenta caminar, pero nuestro hijo ni siquiera puede mantenerse en pie”, o: “La familia de al lado tiene un coche nuevo, ¿cuándo tendremos uno nosotros?”. Desde el nacimiento, lo queramos o no, se nos compara constantemente con los demás, y nosotros hacemos lo mismo a cambio.
La comparación es una tendencia humana universal y natural. El verdadero problema no reside en la comparación en sí, sino en las turbulencias emocionales generadas: la oscilación constante entre la inferioridad y la superioridad.
¿Es la comparación una medida de felicidad?
En Corea, hay un refrán: “Si su primo compra un terreno, a usted le duele el estómago”, en referencia a los celos de la gente cuando alguien cercano triunfa. Esta emoción no se limita a los seres humanos. En un estudio, los investigadores colocaron a dos monos en jaulas separadas y los entrenaron para completar tareas. Cuando un mono recibió una rodaja de pepino como recompensa, la aceptó satisfecho, hasta que vio que el otro mono recibió una uva. El primer mono cambió inmediatamente su comportamiento, devolvió el pepino y comenzó a sacudir la jaula en señal de protesta. El crítico cultural estadounidense H. L. Mencken declaró en una ocasión: “Un hombre rico es aquel que gana cien dólares más que su cuñado”. Haciéndose eco de este sentimiento, el economista Richard Easterlin realizó un experimento en el que los estudiantes debían elegir entre dos escenarios: ganar 100 000 dólares y sus compañeros 200 000, o ganar 50 000 dólares y sus compañeros 25 000. Sorprendentemente, dos tercios optaron por este último, favoreciendo la ventaja relativa sobre el ingreso absoluto.
La comparación se presenta de dos maneras: ascendente y descendente. Nos comparamos con quienes nos parecen mejores (comparación ascendente) o peores (comparación descendente). Cuanto más nos comparamos hacia arriba, más estrés e inferioridad sentimos, y menos autoestima y satisfacción tenemos. La comparación descendente puede ofrecer un consuelo temporal, pero la superioridad resultante suele ir acompañada de un sentimiento de inquietud: “¿Realmente es justifi cable?”, “¿Realmente es agradable?”.
Si confiamos en la comparación para sentirnos bien, con la misma facilidad nos hará sentir mal. Aunque la comparación pueda parecer un estándar de felicidad, no podemos alcanzar la verdadera felicidad cuando nuestras emociones fluctúan constantemente según como nos comparamos con los demás.
A las personas felices les afecta menos la comparación
La profesora Sonja Lyubomirsky, de la Universidad de California en Riverside, desarrolló un experimento en el que los participantes realizaron la misma tarea, pero recibieron diferentes tipos de retroalimentación. A algunos se les comunicó que se habían desempeñado bien en términos absolutos, pero peores que el resto, y a otros les dijeron que habían obtenido malos resultados en términos absolutos, pero mejores que la mayoría. Los investigadores analizaron las respuestas de los participantes a la retroalimentación basándose en sus puntuaciones de felicidad previamente medidas.
Las personas con puntuaciones de felicidad más bajas dieron mayor importancia a cómo se medían con los demás que a su desempeño real, y su estado de ánimo fl uctuó en consecuencia. Por el contrario, quienes tenían puntuaciones más altas de felicidad estaban satisfechos con su propio rendimiento, independientemente del desempeño de los demás. En otras palabras, su sensación de felicidad dependía menos de la comparación.
Quizá no sepamos si la gente es feliz porque evita la comparación o si evita la comparación porque es feliz. Pero está claro lo siguiente: las personas felices tienden a centrarse más en su propia vida. Comparan menos, consciente o inconscientemente, y en cambio refl exionan sobre el tipo de vida anhelado y lo que realmente los hace felices. Aprecian lo que tienen. Como escribió un antiguo filósofo: “No descuides lo que tienes mientras anhelas lo que te falta. Lo que tienes ahora estuvo una vez entre las cosas deseadas”. La felicidad no reside en tener más o ser mejor en comparación a los demás, sino en estar contento con lo que ya se tiene.
Como una forma puede parecer más grande o más pequeña según lo que la rodea —una ilusión visual—, la felicidad o la infelicidad que surgen de la comparación son igualmente engañosas. El verdadero valor y la felicidad duradera no se encuentran comparándonos con los demás, sino mediante la gratitud y la satisfacción.
El arte de la comparación sabia
El viaje de Héctor o el secreto de la felicidad, una novela del psiquiatra François Lelord, ofrece 23 ideas sobre el signifi cado de una vida feliz; la primera de ellas es: “No te compares con los demás”. Sin embargo, incluso con las mejores intenciones, evitar la comparación por completo es más fácil de decir que de hacer. Como un invitado indeseable, la comparación tiende a aparecer sin invitación. El objetivo, por lo tanto, no es eliminarla por completo, sino desprenderse de las comparaciones perjudiciales y cultivar el hábito de usarla de maneras que conduzcan a resultados positivos y constructivos.
Para usar bien la comparación, debemos centrarnos únicamente en su función neutral y práctica: distinguir las diferencias. Decir “las manzanas son rojas y redondas” y “los plátanos son amarillos y largos” no implica que unas sean mejores que los otros; simplemente son diferentes. Así como las personas viven con una variedad de personalidades, valores y estilos de vida, nuestras vidas también son diversas. Reconocer las diferencias nos ayuda a protegernos de las emociones negativas causadas por la comparación.
Si nos negamos a permitir que la comparación debilite nuestra autoestima o aumente nuestro ego, puede convertirse en una guía útil. Cuando reconocemos las fortalezas de los demás, podemos elegir aprender de ellos, no por envidia, sino por inspiración. Esto no significa que sean mejores en todos los aspectos. Todos tenemos fortalezas y debilidades. Quienes parecen tener deficiencias a menudo sobresalen en aspectos invisibles. En lugar de intentar clasificarnos, podemos reconocer las fortalezas de los demás y usarlas como motivación para crecer, preservando nuestra paz interior.
Los obsesionados por superar a los demás a veces terminan destruyéndose a sí mismos. Los sabios no se comparan con los demás, sino con su yo pasado. Examinan cuánto han crecido y evalúan lo cerca que están del futuro soñado.
Cuando buscamos la felicidad y la autoestima comparándonos con los demás, todos a nuestro alrededor se convierten en competidores. Como resultado, se hace difícil alegrarse sinceramente de la alegría ajena. Pero cuando podemos celebrar de verdad la buena fortuna de otra persona, es cuando nacen el verdadero amor y la amistad, y evitamos caer en la soledad.
No es un juego de suma cero.* El hecho de que alguien parezca más exitoso o feliz no disminuye nuestro propio valor ni nuestra alegría. La verdadera felicidad comienza cuando dejamos de medir nuestro bienestar en función de la fortuna o la desgracia de los demás y, en cambio, cultivamos la gratitud y la satisfacción desde nuestro interior. Cuando lo hacemos, la ilusión se desvanece y descubrimos una felicidad perdurable, incluso frente a las presiones externas de la vida.
---------------------------------------------------
* En la teoría de juegos, un juego de suma cero consiste en compensar exactamente las ganancias de un participante con las pérdidas de otro. Como la derrota del perdedor es directamente proporcional a la ganancia del ganador, estos juegos conducen inevitablemente a una competencia feroz.