No hace mucho, mientras organizaba los mensajes de mi correo electrónico, algunos llamaron mi atención. El remitente era mi hermana menor, pero en realidad, no eran de ella. Mi madre, al no poder comunicarse conmigo mientras yo estaba en el extranjero, le pidió a mi hermana que los enviara en lugar de ella. Cuando los abrí, no encontré más que preguntas sencillas:
“¿Has llegado bien?”
“¿Te has podido adaptar bien al cambio de horario?”
“¿Estás bien de salud?”
“¿Has desempacado todo?”
“¿Qué te parece la comida de allí?”
“Tengo muchas cosas que preguntar. ¿Qué hiciste hoy?”
Preocupada por su hija que vivía en otro país por primera vez, mi madre expresó su inquietud a través de estas preguntas sencillas. Con el tiempo, me doy cuenta de que no fue solo ese momento; ella siempre ha preguntado por mi bienestar.
“¿Estás bien?”
“¿Has comido?”
“¿Cómo está tu salud?”
Hubo ocasiones en las que sus preguntas me resultaban repetitivas, e incluso incómodas. Pero ahora, comprendo que cada una reflejaba su amor y su profunda preocupación por mí. A diferencia de mi madre, que siempre pensaba en mí, yo rara vez le hacía preguntas. Tal vez en algún momento creí que la conocía bastante bien o, para ser honesta, simplemente no le brindaba la atención que merecía. De ahora en adelante, le haré más preguntas a mi madre.
“Mamá, ¿ha comido?”
“Mamá, ¿se encuentra bien?”
“Mamá, ¿cómo estuvo su día?”
Así como lo hizo por mí, llenaré cada pregunta con amor y cuidado, expresando mi sincera preocupación por ella.